Cuando se publicó por primera vez que Peter Jackson se encargaría de adaptar El Hobbit (Ediciones Minotauro, 1982) me pareció una buenísima idea: se podían aprovechar las infraestructuras y toda la parafernalia creada para la saga de El Señor de los Anillos (2001, 2002, 2003), que se llevó a la pantalla con bastante éxito. Pero cuando se publicitó que sería en forma de trilogía no entendí cómo de una novelucha de 300 páginas se podían hacer tres películas superando, cada una de ellas, las dos horas, porque conociendo al director era eso lo que nos esperaba.
Viendo tanto la primera, El Hobbit: un viaje inesperado (The Hobbit: An Unexpected Journey, 2012) como esta, es normal que no entrase todo dentro de dos horas y media. La forma de alargar el argumento, incluir hilos argumentales que no ocurren en el libro original y demás abarca tanto tiempo, que se deja de lado lo que realmente importa: el viaje de Bilbo Bolsón hacia Esgaroth en compañía de los enanos, un viaje tanto en la evolución de su personaje (al principio ni siquiera quería salir de La Comarca) como el que realiza junto a sus compañeros de viaje.
Lo mejor: Smaug, aunque se haya decidido modificar todo lo relacionado con la entrada en su guarida.
Lo peor: la vergonzosa secuencia de los barriles, promocionada hasta la saciedad, es de largo lo peor de la película porque parece rodada con una cámara GoPro y no sigue la estética del resto del metraje.