Decidí ver esta tercera parte de El Hobbit solo porque todo mi círculo cercano me comentó que era la mejor de las tres, es decir, que no era tan pésima como las dos anteriores. Pero mucho me temo que solo he visto que supera a la segunda, truño donde los haya.
Y no dice mucho de esta entrega que solo supere a la anterior por varias escenas sueltas que, la verdad sea dicha, molan un montón. La primera que me sorprendió fue una protagonizada por Galadriel y los Nazgûl que en el libro de Tolkien ni aparece, pero que le daba un toque oscuro mientras se nos mostraban las dotes para la batalla. También hay una escena interesante en uno de los enfrentamientos entre los elfos y los enanos. Pero las carencias de contenido hacen que el continente se vea inmenso para un producto tan pequeño. Recordemos que el libro de Tolkien es un librito de aventuras de no más de 300 páginas.
¿Debemos agradecer el no tener imágenes tan vergonzosas para una película de un presupuesto tan elevado como la de los barriles en La desolación de Smaug? Yo creo que no. Igual que no es justo liquidar a Smaug tras cinco minutos de película. Smaug se merecía algo más que esto. De todos modos, los fallos de ritmo han hecho que en lugar de disfrutar, me fijase más en cuándo Legolas llevaba o no las lentillas puestas (sí, esas que hacen que a veces sus ojos tengan su color natural y en otras escenas parezca que su iris es blanco), en lo cutre que se ven ciertos CGI de los orcos o en lo inútil que es convencer al público que la Kate de Lost se enamore de un enano, eso sí, que no se parece al resto de los enanos, sino que es más bien un humano bajito.
Yay & Nay
Lo mejor: el cartel de la Comic-Con y la escena comentada de Galadriel.
Lo peor: preguntarse, durante tres años, «Peter, ¿por qué tres películas?».