Tengo una especial predilección por ese tipo de películas de bajo presupuesto que se hacen directamente para televisión. El primer error es publicitar esta película en el reverso de la carátula como una película de zombis. No es una película de zombis porque no hay ninguno en toda la película. La historia comienza en Afganistán y en un abrir y cerrar de ojos nos traslada a Rock Island, una isla en la bahía de Sidney donde se congregan adolescentes para un festival de música. Los ferrys siguen llegando a una isla cada vez más abarrotada de gente cuando, de pronto, algunos de los asistentes comienzan a enfermar.
No hay mucho más que lentillas rojas, efectos de sangre saliendo de los orificios humanos, pastiches imitando a vómitos… pero poco más. Tenemos a Grant Bowler (Defiance, 2013) como principal atractivo pero en realidad no estamos más que ante una película típica de bajo presupuesto y guion que parece escrito por cualquier superproducción estadounidense que prefiera darle más importancia a los efectos especiales que a lo que salga en pantalla. Aquí, ni una cosa ni otra, pero podemos reírnos de las ocurrencias de los guionistas con frases como:
— ¿De qué conoce a «X»?
— Una vez entramos en una cueva.
También podemos encontrar perlas como la razón por la que sobrevive uno de los primeros contaminados, algo que parece sacado de una película de Ace Ventura. En resumen, estamos ante la típica película de contaminados por una enfermedad de la que no se conoce la cura, bastante mala, pero no tanto como para no pasar el rato.
Lo mejor: las chorradas del guion que hacen partirnos de risa.
Lo peor: esas mismas chorradas hacen imposible tomar esta película en serio.