Niño rebelde entra en un internado de niños que forman coro infantil y va escalando posiciones hasta convertirse en la voz solista del coro. Tendrá que vérselas con el niño-enemigo y el profe-rígido, pero tendrá la ayuda del profe-guay y el amigo-por-circunstancias. Lo mejor es que acabe la película y nuestro protagonista se olvide de estos dos personajes que le ayudaron desde el principio y su despedida más emotiva sea con el profesor que fue más duro con él desde el inicio. Ya sabía a qué me iba a enfrentar: un argumento más manido que el de cualquier comedia romántica de Meg Ryan, con las típicas escenas preparadas para emocionar el público fallidamente, un coro de niños que canta de forma angelical… Todos los ingredientes están perfectamente estructurados para sacar adelante una película bastante floja cuyo único interés es ver una versión para todos los públicos de Whiplash.
Hay escenas supuestamente dramáticas en la película que dan auténtica risa, la mayoría de ellas protagonizadas por el archienemigo de Stet, Devon (Joe West), o por el ridículo profesor Drake (Eddie Izzard). La estupidez de Drake viene dada porque sobreactúa igual que cuando interpreta al doctor Gideon en Hannibal, la serie de la NBC. El problema está en que la serie es una cosa y esta película otra muy distinta: aquí no se trata de interpretar a un médico loco, sino a un profesor. Debería haber aprendido algo de Dustin Hoffman que, junto a Kathy Bates, da una lección de interpretación a todos los actores, todos, los que aparecen en el filme. Claro está que muchas veces no hay de dónde sacar esas interpretaciones: es muy ilustrativo que durante la película se castigue siempre al mismo alumno y no se castigue a los demás cuando se dedican a ser crueles con su compañero.
Lo mejor: las actuaciones del coro, las interpretaciones de Dustin Hoffman y Kathy Bates.
Lo peor: Eddie Izzard, historia vista mil veces.